Enjugo sus lágrimas bajo la mirada enjuta de su guardián. Deglutió sin ganas tragando aire más que bocado; sintiendo que cada bolo alimenticio se le hacía más y más inmenso con cada movimiento de su mandíbula.
¿Cómo decirle? ¿cómo rebelarse a esa tortura? Podría caer sobre él la peor de las penas: la hambruna del cuerpo y el alma.
¡El debía ser hombre, debía ser fuerte! ¿Acaso ser carnívoro era tanto pecado?
Al fin terminó su ración; en ese instante vio el gesto de aprobación: podía irse pero debía limpiar su lugar.
Feliz por el peso que se quitaba de encima, tiró el fémur junto a la cabeza del hombre blanco que había capturado su tribu esa mañana.
Liliana Varela
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